Después de cuatro décadas como nómadas y del fallecimiento de una
generación incrédula, una nueva generación de israelitas se encontraba de pie
al oeste del Jordán esperando por entrar a su tan anhelado nuevo hogar. Con las
palabras divinamente inspiradas de Deuteronomio, Moisés los preparó para ser el
pueblo que Dios se propuso que fueran en el lugar que Él había prometido a sus
ancestros.
Sin embargo, esas
tierras ya estaban ocupadas por naciones más numerosas y poderosas (Deut. 7:1)
además de otros poderes regionales que mantenían su mirada atenta a este cruce
estratégico continental. El conflicto era inevitable. No se extrañe que
Deuteronomio 20 inicie así, “Cuando salgas a la batalla contra tus
enemigos…”
DEUTERONOMIO
20
El recurso humano
Israel se
involucraría en la guerra con instrucciones, ayudas y garantías divinas (Deut.
20:1-4). Dios los conduciría a la victoria sobre sus distantes adversarios y
sobre las ciudades de la tierra prometida (Deut. 20:13, 14, 16). El sacerdote
apelaría al coraje de las tropas con palabras de fe, resaltando la naturaleza
sagrada de las invasiones (Deut. 20:2-4).
Mucho antes, Moisés
había asegurado a sus temerosos compatriotas, “El Señor peleará por
vosotros mientras vosotros os quedáis callados” (Éx. 14:14). El
mismo mar que se abrió como una puerta de libertad para los israelitas se cerró
como una tumba de agua sobre el ejército egipcio. La canción que surgió por este
motivo proclamaba, “Canto al Señor porque ha triunfado gloriosamente; al caballo
y a su jinete ha arrojado al mar… El Señor es fuerte guerrero; el Señor es su nombre” (Éx. 15:1, 3). Cuando estos peregrinos
estaban muy cansados y débiles en la subsiguiente travesía, fueron atacados.
Esta vez se eligieron hombres entre todo Israel para responder activamente en
batalla. Mientras Moisés sostenía en alto sus manos, ellos derrotaban a los
amalecitas con la espada. El Señor prometió borrar la memoria de Amalec y que
haría guerra contra ellos de generación en generación (Éx. 17:14-16). Dios
exhortó a Israel a no olvidar la crueldad de los amalecitas (Deut. 25:17-19).
La nueva generación
de israelitas ya había conocido la victoria en los enfrentamientos contra Sehón
y Og, obstinados reyes de los amorreos y de Basán (Núm. 21:21-35). Los
recordatorios de aquellos triunfos concedidos por Dios avivaban el fuego
inspirador de Moisés en Deuteronomio (1:4; 2; 3; 29:7-8; 31:4). Israel
necesitaba no temer, “porque el Señor vuestro Dios es el
que va con vosotros, para pelear por vosotros contra vuestros enemigos, para
salvaros” (Deut. 20:4).
Dios prometió guiar
a los israelitas en sus batallas, pero no todo hombre prestaría servicio
militar (Deut. 20:5-8). Los propietarios de una nueva viña, los propietarios de
una casa nueva y los recién casados (comp. Deut. 24:5) estaban exonerados. Dios
pretendía asegurar la tierra para su pueblo de manera que estos pudieran
servirle sosegadamente, disfrutando aquella normalidad que estos hombres
estaban a punto de comenzar a experimentar. Ni Dios quería a los cobardes que
pudieran contagiar a sus filas (Deut. 20:9). “Prácticamente esta excepción
podía ser utilizada por cualquier soldado que no quisiera pelear, de modo que
sólo la propia conciencia, el coraje y especialmente la fe podían impulsarlo a
uno a enrolarse en las campañas de la milicia de Israel (Woods, 256).
Estrategias
Dios ordenó la
diplomacia como “Plan A” cuando se acercaran a las puertas de las ciudades
distantes. Los términos de paz aceptados resultarían en servidumbre de éstas
hacia los israelitas. Contra las ciudades que se resistieran, Dios orquestaría
un asedio israelita victorioso. Todos sus varones debían morir a espada
mientras que todos y todo lo demás quedaría como botín para Israel (Deut.
20:10-15).
La negociación no
formaba parte del plan de Dios para conquistar la tierra prometida. “Pero
en las ciudades de estos pueblos que el Señor tu Dios te da en
heredad, no dejarás con vida nada que respire, sino que los destruirás por
completo…” (Deut. 20:16-17). Una instrucción previa ordenaba
estrictamente, “No harás alianza con ellos ni te apiadarás de ellos”
(Deut. 7:2; comp. 7:16). ¿Por qué? Primeramente, esto no solamente eran
enemigos de Israel, sino enemigos de Dios. Su carácter depravado había rebasado
el límite de la tolerancia (Gén. 15:16; Deut. 9:5). Segundo, la táctica era
profiláctica, “para que ellos no os enseñen a imitar todas las abominaciones que ellos
han hecho con sus dioses y no pequéis contra el Señor vuestro Dios”
(Deut. 20:18).
Aun cuando estos
enemigos iban a sentir toda la potencia del juicio de Dios por medio de los
israelitas, los árboles que proveyeran alimento en sus alrededores debían ser
protegidos (Deut. 20:19-20). Dios cuidaba la tierra (Deut. 11:11-12). Otras
regulaciones militares específicas tenían el objeto de regular el trato hacia
las prisioneras (Deut. 21:10-14) y con respecto a la higiene y santidad del
campamento (Deut. 23:9-14).
Atrocidad y
Genocidio
Muchos con una
mentalidad moderna quedan en shock al percibir la atrocidad ordenada en Deuteronomio 20. No dejar con vida nada que
respire, sino “que los destruirás por completo” (tanto mujeres como niños y
aun los animales) hoy día recibe el nombre abominable de “genocidio”. La palabra
hebrea es herem, y muchos eruditos
bíblicos la llaman “la proscripción”. El herem
enviaba un mensaje alto y claro acerca de la santidad de Dios y del pecado
humano. El herem no era ordenado
arbitrariamente sino que se enfocaba en las sociedades extremadamente
pecaminosas con las cuales Dios había mostrado mucha paciencia.
Las personas no
serían destruidas por causa de su raza. Aunque Deuteronomio 20 contempla a
Israel como el brazo de la justicia de Dios contra otras naciones, Dios también
ordenó que Israel volviera su espada contra sus propias ciudades y sus
ciudadanos si éstos se convertían en
idólatras (Deut. 13:12-18; 17:2-7). Dios pelearía a favor o en contra de Israel
(Deut. 28:7, 25). Su bendición requería obediencia de parte de ellos.
La subsiguiente
historia del Antiguo Testamento muestra que Israel fue errático en llevar a
cabo el juicio de Dios tal como se les había instruido. Este fracaso dejó a
Israel vulnerable a las influencias paganas de las cuales Dios quería
mantenerlos alejados. Ellos se volvieron como las ciudades que continuaban a su
alrededor y eventualmente se dividieron. Los dos reinos titubearon por largo
tiempo, pero la infatuación con la religión falsa que los rodeaba condujo a la
caída tanto del uno como del otro, tal como Dios les había advertido. Ellos
habían perdido su admiración por Dios.
¿QUÉ HA CAMBIADO?
Dentro de esta ley
reiterada (Deut. 1:5) y pacto reconfirmado (Deut. 29:1), Moisés declaró: “Un
profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará el Señor tu
Dios; a él oiréis” (Deut. 18:15). Ese profeta es Jesús, quien clavó las
demandas de la ley de Moisés en la cruz (Col. 2:14) y ahora es Mediador de un
Nuevo Pacto (Heb. 9:15). Por esta y otras razones, “el caso para la guerra no
puede defenderse utilizando solamente el precedente del Antiguo Testamento”
(Rae, 246).
Ninguna nación
política de hoy recibe órdenes verbales directamente de parte de Dios para ir a
la guerra. Dios ha dicho lo que Él quería decir a los hombres modernos a través
de su Hijo Jesús (Heb. 1:2) en la fe entregada una sola vez (Jud. 3). Ni
siquiera el Israel del Antiguo Testamento tenía autorización total para hacer
guerra. Los infieles israelitas fracasaron en pelear cuando Dios se los ordenó
(Deut. 1:19-33) y fueron derrotados en batalla cuando actuaron en contra de las
instrucciones divinas (Deut. 1:41-46).
“El antiguo Israel
era iglesia y estado, un status que no puede ser reclamado por ninguna otra
entidad política” (citado por Cowles, 201). Ni los Estados Unidos ni el moderno
Estado de Israel, ni alguna otra nación es una verdadera teocracia ni juega un
rol especial en el plan de Dios.
En Deuteronomio, la
guerra en la cual los israelitas cooperarían con Dios contra los pueblos que
ocupaban Palestina tenía objetivos muy específicos: administración de castigo y
cumplimiento de promesas. “No es por tu justicia ni por la
rectitud de tu corazón que vas a poseer su tierra, sino que por la maldad de
estas naciones el Señor tu Dios las expulsa de delante de ti, para
confirmar el pacto que el Señor juró a tus padres Abraham, Isaac
y Jacob” (Deut. 9:5). El pueblo de Dios hoy forma una nación santa cuya
misión es la proclamación de Su excelencia (1 Pe. 2:9). El reino de nuestro
Señor está involucrado en una guerra, pero esa guerra es espiritual y se pelea
mediante cosas espirituales (Jn. 18:36; 2 Cor. 10:3-6).
¿QUÉ NO HA CAMBIADO?
Dios no ha cambiado
(Mal. 3:6; Stgo. 1:17). El Dios que ama hoy (1 Jn. 4:8) siempre ha sido el Dios de amor. Él nunca ha sentido placer con
la muerte del malo, en cambio siempre esperó mucho para que se arrepintiera
(Ez. 33:11). Sin embargo, Él sabe cuándo es tiempo de venganza. Dios fue un guerrero
en la historia primitiva de Israel (Ex. 15:3); el Señor está en guerra contra
el pecado y sus perpetradores hasta el final de los tiempos (Apo. 19-20). No
hagamos pequeño a nuestro altísimo y santo Dios.
El mundo no ha
cambiado—aún necesitamos un gobierno civil que empuñe la espada. Aunque
aniquilar pueblos completos como lo hacia Israel hoy sería presunción, hacer lo
que es necesario para luchar contra las agresiones de los malvados y aplicar la
venganza adecuada aún son tarea que Dios ha entregado el gobierno (Jn.
19:10-11; Hch. 25:11; Ro. 13:1, 4).
La guerra no es un
mal intrínseco, aunque siempre es trágica desde una perspectiva u otra. La vida
humana siempre ha sido sagrada (Gén. 1:26-27; 9:6). Aquellos que se atrevan a
jugar con la vida de otros serán condenados para siempre (Gén. 4:10; Deut.
5:17; Apo. 21:8) pero el Antiguo Testamento autorizaba la actividad letal que
se dirigía apropiadamente a las ofensas graves. La guerra nunca fue meramente
una concesión divina para la crueldad humana. Dios dirigió a su pueblo en la
guerra, y la fe de muchos que conquistaron reinos, hicieron justicia, se
hicieron poderosos en la guerra y pusieron en fuga a ejércitos extranjeros era
ejemplar (Heb. 11:33-34).
Ningún cristiano
tiene el permiso de Dios para ser su propio vengador (Ro. 12:17-21). Pero él o
ella puede elegir servir a Dios como un agente autorizado del gobierno, un
ministro que promueva el bien y que lleve la ira de Dios sobre los malhechores
(Ro. 13:4). Pablo hacía ilustraciones igual con un soldado que con un atleta o
un agricultor (2 Tim. 2:3-6). ¿Puede imaginarse al Señor titulándose a Sí mismo
un “guerrero” pero siendo esto algo pecaminoso? El Nuevo Testamento no ofrece ninguna
instrucción explícita en cuanto a que la fe y el arrepentimiento de un agente
gubernamental demande que éste abandone su trabajo, sino que lo ejerza con el
más grande reconocimiento de responsabilidad hacia Dios y los demás (Lc. 3:14;
7:2-9; 19:8-10; Hch. 10; 16:27-34). Los hijos de Dios verdaderamente son
ciudadanos de doble status (Filp. 3:20; Hch. 22:27-29). Por supuesto que,
cuando el servicio a Dios y el servicio al Estado entran en conflicto, la única
elección del cristiano es clara (Hch. 5:29).
CONCLUSIÓN
La Biblia no
sustenta ningún extremo, ni el activismo a favor de la guerra ni el pacifismo
radical pero señala hacia el “selectivismo” juicioso (Anderson, 210). “Cada
guerra particular debe ser juzgada en cuanto a su justicia por los cristianos quienes
“los
cuales por la práctica tienen los sentidos ejercitados para discernir el bien y
el mal” (Heb. 5:14), (Shelly, 138). Deberíamos preferir, procurar y
orar por la paz (Mat. 5:9; Ro. 12:18; 1 Tim. 2:1-6). La paz más ideal para los
propósitos de Dios pudiera encontrarse algunas veces en el despertar de un
conflicto que ve la justicia forzosamente servida.
Prohibir a un
cristiano llevar la espada autorizada por el gobierno, o empujar a alguien que
la objeta a conciencia a tomarla son igualmente opciones sin sabiduría.
Deuteronomio 20 resalta la obra indispensable que debe hacerse y convocó a los
hombres israelitas a hacerla en cooperación con Dios. Sin embargo no se
obligaba a nadie a participar. ¿Tendrá Romanos 14 mucho que decir acerca de la
inquietud moderna por el tema de la guerra? “Así que procuremos lo que
contribuye a la paz y a la edificación mutua” (Ro. 14:19).
Obras Citadas
Anderson, Kerby. Christian Ethics in Plain Language. Nashville: Nelson, 2005.
Cowles, C. S., Eugene
Merrill, Daniel Gard and Tremper Longman III. Show
Them No Mercy: Four Views on God and Canaanite Genocide. Grand Rapids: Zondervan,
2003.
Lectureship of Harding
Graduate School of Religion. Ed. Bill Flatt, Thomas B. Warren, and W. B. West, Jr. Nashville:
Gospel Advocate, 1972.
Rae, Scott B. Moral Choices: An Introduction to Ethics. 2nd ed. Grand Rapids: Zondervan, 2000.
Shelly, Rubel. “What The Bible Teaches about War.” What The Bible Teaches. 1972
Bible.
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