Ninguno de nosotros, más allá de su propia
fuente de conocimiento y sabiduría, puede declarar enfáticamente cómo Dios va a
“juzgar” cierto caso en específico. Por ejemplo, ¿Judas murió perdido? El Nuevo
Testamento es claro en cuanto a que él se perdió (Jn. 17:2; Hch. 1:25). ¿Pero
qué podemos saber acerca de Salomón? ¿Regresó él de su vida de libertinaje e
insensatez? El libro de Eclesiastés podría sugerir que lo hizo, pero no podemos
asegurarlo.
Cuando Dios destruyó a miles de personas entre
las naciones gentiles, ¿significa eso que cada una de esas almas se perdió?
(comp. Ro. 2:12-16). Cuando un vasto
número de hebreos cayó en el desierto debido a una pestilencia de procedencia
divina, ¿cada una de las personas que sufrió las consecuencias de estos
castigos también se perdió eternamente? Nosotros simplemente no sabemos las
respuestas a estas preguntas. Uno no puede sentarse con pluma y papel y hacer
una lista de los personajes bíblicos, y colocar “salvo” y “perdido” al lado de
cada nombre, como si nosotros tuviéramos una certeza de cuál fue el destino
final de cada uno de ellos. En algunos casos uno puede saber definitivamente
(como con Judas), pero el destino eterno de cientos de otras personas es para
nosotros un misterio.
El Señor no nos ha designado como “jueces”,
para que dictemos sentencia final con respecto al bienestar eterno de los
demás. Sin embargo, hay algunas directrices en la Escritura que permiten al
estudiante devoto de la Biblia obtener algunas conclusiones. Aparte de esto, es
prudente reconocer y admitir que la soberanía del Creador no nos ha designado
para hacer Su labor.
Aquí hay algunos principios que expone la
Biblia
UN JUICIO JUSTO — Abraham una vez hizo la siguiente
pregunta retórica: “¿Acaso el Juez del mundo no debe hacer
justicia?” (Gén. 18:25). El Señor
juzgará al mundo con su propio estándar de justicia (Sal. 96:13; 98:9; Hch. 17:31; 2 Tes. 1:5). Él será razonable, pues es el Dios que “no hace acepción de personas” (Hch. 10:34). Ni siquiera los perdidos
dudarán de Él; por el contrario, ellos reconocerán Su justicia y soberanía (Ro. 14:11; comp. 2:5). Los impíos “se convencerán” de que siguieron un camino de una
vida rebelde (Jud. 15).
UN JUICIO INELUDIBLE — En su discurso a los atenienses, Pablo
declaró que Dios ha escogido un día en el cual juzgará al mundo. El apóstol
afirmó que la seguridad de que ese día va a llegar está garantizada por el
hecho histórico de la resurrección de Jesús de entre los muertos (Hch. 17:31). ¡No existe un ancla
histórica más firme que esa!
UN JUICIO TERRIBLE — Hay una declaración en la segunda carta de
Pablo a los cristianos de Tesalónica la cual tiene una perspectiva temible. Escúchela:
Y daros alivio a vosotros que sois afligidos,
y también a nosotros, cuando el Señor Jesús sea revelado desde el cielo con
sus poderosos ángeles en llama de fuego, dando retribución a los que
no conocen a Dios, y a los que no obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesús. Estos sufrirán
el castigo de eterna destrucción, excluidos de la presencia del Señor y de
la gloria de su poder (2 Tes. 1:7-9).
El punto que debemos hacer, en
vista de la pregunta bajo consideración es este. En la opinión de muchos
eruditos, la construcción de este pasaje, con el uso doble del artículo griego,
es decir, los que no conocen a Dios, y
los que no obedecen el evangelio, indica que hay dos tipos de personas que
están en la mira. Samuel Green
aseveraba que “hay dos clases distintas, incurriendo en diferentes tipos de
castigo” (Handbook to the Grammar of the Greek Testament, London:
Religious Tract Society, 1907, p. 199; cf. A.T. Robertson, Word
Pictures in the New Testament, Nashville: Broadman, 1931, Vol. IV, p.
45).
¿Estará alguien en la libertad de
contender, contrario a esta declaración, que algunos se salvarán aun cuando
nunca conocieron a Dios o no obedecieron el evangelio? Muchos escritores hacen
esa suposición, pero el que la hace, la hace presuntuosamente. Cuando Pedro
hizo la pregunta retórica: “¿Cuál será el fin de los que no obedecen al evangelio de
Dios?” (1 Pe. 4:17), no
pareciera que dejara la pregunta abierta a la especulación.
Uno debe recordar que, en una de
sus enseñanzas más ilustrativas, Jesús declaró que aun aquellos que “no
conocían” la voluntad de su Señor pero que hicieron cosas “dignas” de
condenación, serán castigados por su Señor cuando Él regrese (Lc. 12.47-48).
ALGUNOS PUNTOS CONCLUYENTES
Una cosa está perfectamente
clara. Nadie puede atenerse a la ignorancia para salvarse. Como Pablo dijo a la
gente de Atenas, quienes adoraban en ignorancia (aunque quizá sinceramente), “Por
tanto, habiendo pasado por alto los tiempos de ignorancia, Dios declara ahora a
todos los hombres, en todas partes, que se arrepientan” (Hch. 17:30). Los términos “todos” y “en
todas partes” dejan poco espacio para la flexibilidad.
Adicionalmente, el siguiente
punto se ha hecho frecuentemente y tiene mucha fuerza. Si es el caso que
aquellos que nunca han oído el evangelio se salvarán en su condición
pecaminosa, simplemente porque ellos no conocían la verdad, ¿no sería mejor
dejarlos en ese estado de ignorancia? Pues si los exponemos a la verdad, y la rechazan, hay poca controversia acerca
de cuál será su destino eterno.
Al discutir Romanos 1:18-32, el profesor Jack Cottrell ha escrito: “Nos
engañaríamos a nosotros mismos si mantuviéramos una falsa esperanza para los
que no han sido evangelizados sobre la base de que no han oído el evangelio” (Romans,
Joplin, Mo: College Press, 1996, Vol. I, p. 170).
Hay temas difíciles que nosotros
sencillamente debemos dejar en las manos de nuestro Sabio y Benevolente Dios.
No contamos con el suficiente conocimiento como para mirar más allá de la
niebla de nuestra información limitada, ni somos lo suficientemente justos
(tendemos a errar debido a nuestra humana debilidad) como para presumir que
este o aquel “debería” ser el caso.
La tarea del cristiano es
presentar el evangelio —firme y compasivamente— sin comprometer las condiciones
para la salvación ni los principios de la vida piadosa. Pero debemos contener
nuestro impulso de entrar al terreno que sólo es de acceso divino. Debemos dejar
la disposición final del asunto al Dios omnisciente.
Si hay una lección que el
estudiante de la Biblia debe aprender de “La Parábola del Trigo y la Cizaña”
que enseñó el Salvador, es esta: los hombres falibles no están calificados para
hacer la separación final entre “el trigo” y “la cizaña” (Mat. 13:28-29).
También debemos evitar las
especulaciones sin sentido que puedan situar al Señor en una luz desfavorable. Por
ejemplo, si la salvación se le otorga a las almas honestas/ignorantes, aparte
de la misión redentora de Jesús, entonces ¿para qué vino Él a la tierra a
sufrir en la cruz? ¿Le envió el Padre caprichosamente a morir, iniciando así un
“plan de redención”, cuando, en realidad, no había necesidad para una medida
tan drástica? El pensamiento mismo involucrado en estas conclusiones es
insoportable. Si podemos parafrasear parcialmente a Pablo, “Si la salvación se
obtiene sin necesidad de Cristo, entonces ¿habrá muerto en vano? (Gál. 2:21). Ω