“Por
tanto, cuídate y guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides de
las cosas que tus ojos han visto, y no se aparten de tu corazón todos los días
de tu vida; sino que las hagas saber a tus hijos y a tus nietos” (Deut. 4:9).
El libro de
Deuteronomio (segunda ley) trata de
la emocionante historia de una familia que estaba siendo preparada para una
nueva vida en una nueva tierra. Tras ellos quedaban el desierto y sus vicisitudes,
y delante estaba la prosperidad de la tierra prometida que fluía en leche y miel. Sin embargo, por el momento hay un llamado a
un nuevo compromiso con Dios y de un fresco entendimiento de lo que debe ser el
carácter del pueblo de Dios.
En esta emocionante
serie de despedidas, Moisés, “el hombre de Dios” (33:1) le recuerda a
Israel de la fidelidad a Dios y de la infidelidad de sus ancestros. Él repasa la relación de pacto que Dios
estableció con ellos en el Sinaí, con la exhortación a que si Israel obedecía el
pacto en la nueva tierra, Dios les bendeciría abundantemente y ellos llegarían
a ser su testimonio ante las naciones paganas de alrededor. Además de esto Moisés reafirma que el pueblo debe amar al Señor con todo su corazón, pues
el amor es el más grande motivo para la obediencia. Y, finalmente, demanda de los padres y abuelos que
cumplan su responsabilidad de enseñar a sus hijos y nietos el amor y la
obediencia al Señor desde su juventud. Haciendo esto, Moisés trae el poder del pasado para poder afrontar el presente con miras al futuro.
Aunque la escena es
de hace más de tres mil quinientos años, el mensaje de Deuteronomio continúa
siendo oportuno y atemporal. Hoy, como en aquel entonces, el mundo está
experimentando un increíble cambio. En medio de un mundo envuelto en conflictos
y de culturas cambiantes el pueblo de Dios recibe continuamente a través del
evangelio un llamado a ser un pueblo santo, un
pueblo piadoso. Como el Israel espiritual de Dios, la iglesia del Señor
debe ser sal, luz y levadura; debemos ser trasformados por el evangelio y no
tomar las formas del mundo (Ro. 12:1-2),
un pueblo para la posesión de Dios (1
Pe. 2:9), fiel a su voluntad y obra (Jn.
4:34).
Con Deuteronomio
sirviendo como el telón de fondo para nuestro estudio, hablaremos de nuestra cultura, nuestro carácter, y nuestro desafío.
NUESTRA CULTURA
“Por
tanto, cuídate y guarda tu alma con diligencia” (Deut. 4:9a). Moisés había descrito el privilegio especial que había
disfrutado Israel como el pueblo escogido por Dios, completo con su presencia y
estatutos que los harían sabios y entendidos en su nuevo hogar (5-6). Una vez allí ellos debían vivir
diligentemente mediante esta ley, y hacer de sus principios la norma para su
diario vivir, creando un nuevo estándar el cual sería impresionante para el
resto de las naciones. La triste historia de Israel es su rechazo de los
mandamientos de Dios por la norma cultural de sus vecinos, guiándoles a una
vida de idolatría e inmoralidad, separándoles del Dios que los amaba.
Hoy, la iglesia del
Señor vive en medio de una cultura que durante los últimos cincuenta años ha
ido incrementando su carácter secular que, si no lo detenemos, cambiará nuestra
misma existencia. Vivimos y trabajamos con personas que han adoptado la
filosofía del relativismo en la que
nada está siempre bien o siempre mal, nada es absolutamente correcto o malo, y
ciertamente nada es absolutamente cierto o falso. Otros están comprando la
filosofía del pluralismo en la cual
nadie debe condenar nada ni a nadie. Ya que nadie está mal, debemos aceptar a
todos, sin importar sus creencias o conducta. Estas se nutren de la filosofía
del emocionalismo, donde los
sentimientos son más importantes que la razón y la emoción es más importante
que la verdad. La consecuencia natural de todo esto es la filosofía del individualismo, la cual se expresa a sí
misma en actitudes tales como: “Yo soy la medida de la vida; tengo derecho a
ser feliz. Nadie puede decirme lo que debo hacer; todo, incluyendo la Biblia,
significa lo que yo diga que significa. ¡Es mi vida!”
Intentando buscar a
los perdidos, nos encontramos con gente que tiene poco o ningún interés en
escuchar el mensaje de la verdad absoluta con consecuencias eternas, quienes
son más propensos a adoptar estilos de vida mundanos, quienes no condenarán a
alguien por sus creencias o su conducta, cuyos sentimientos son el estándar
para todo juicio, y cuyo enfoque está en su propio interés y no en el del
Señor.
Pero la más grande
tragedia es cómo estas filosofías están afectando a la iglesia. ¿No ha sentido
Ud la influencia de estas filosofías individual o congregacionalmente? Hay
demasiados hoy quienes no sienten mucho respeto por la Escritura y su
relevancia para el diario vivir. Cada día tenemos a más personas en la iglesia
violando los estándares morales de la Biblia, incluyendo infidelidad marital,
divorcio, bebida social, homosexualismo, juegos de azar, mentira, pornografía y
conducta abusiva. La vida en la iglesia actual es menos rigurosa en sus códigos
de conducta que hace unas décadas atrás. Y cuando la Escritura es vista por los
líderes de la iglesia como “cartas de amor” y no como mandamientos que deben
obedecerse, el texto sagrado pierde su autoridad y poder para crear en sus
lectores una tristeza piadosa que les guíe al verdadero arrepentimiento.
Se nos está
tratando de inculcar que aceptemos a los demás como salvos sin importar lo que
han hecho o si no han obedecido. Debemos acomodar nuestra doctrina para incluir
a todos ya que hemos sido herméticos y exclusivos. Ya el bautismo no es para el
perdón de pecados, no hay nada malo con adorar con instrumentos musicales, y
debemos regocijarnos cuando nos reunimos con personas que creen estas cosas. ¿Cómo
es posible que podamos juzgar o condenar a otros cuando tenemos una viga así en
nuestro propio ojo?
Además de esto está
el emocionalismo en la adoración donde Dios le habla a alguien “directamente” y
no por medio de la Escritura sola, donde la adoración debe ser una en la que yo
“me sienta bien” por la guía del Espíritu, y donde el Espíritu de Dios no tiene
limitaciones en las áreas de sanidad, profecía, hablar en lenguas, y en otros
dones espirituales. Aquellos que han comprado estas filosofías insisten en sus
derechos en la iglesia, enfatizando la relación por encima de la Escritura;
después de todo, ¡Dios sólo quiere que seamos felices!
Estamos en peligro
de cometer el trágico error de Israel, el error “… de los que llaman al mal bien y
al bien mal, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que
tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo! ¡Ay de los sabios a sus
propios ojos e inteligentes ante sí mismos!” (Isa. 5:20-21). Sin importar lo que diga la cultura, ¡Dios nos llama
a serle fieles!
NUESTRO CARÁCTER
“…para que no te
olvides de las cosas que tus ojos han visto, y no se aparten de tu corazón
todos los días de tu vida” (4:9b). ¿Qué habían visto los ojos de Israel? Ellos habían visto como Moisés
los había guiado en la confrontación con el faraón, los guio lejos de la
esclavitud, cruzaron el Mar Rojo hacia la libertad, los guio al monte Sinaí a
recibir la ley y la organización de Dios, los guio hasta la frontera de Canaán
la primera y la segunda vez, y los guio con lealtad durante cuarenta años en el
desierto. Moisés literalmente salvó a Israel de la destrucción en varias
ocasiones. Cuando el pueblo puso a Aarón a hacerles un becerro de oro para
practicar su idolatría, fue Moisés quien intercedió con Dios para que no
destruyera la nación (Ex. 32:9-11). Cuando
diez de los doce espías destruyeron la fe y la confianza de la nación, fue
Moisés quien intervino para que Dios no destruyera la nación (Núm. 14:11-12). Ahora, en la ribera
oriental del río Jordán, el hombre de Dios le dijo a su pueblo que escuchara,
recordara y obedeciera, que evitara la idolatría y guardara los mandamientos
que Dios le había dado, y que recordara la naturaleza de Dios y el por qué Dios
los había escogido y bendecido. Pero Israel no entendió el deseo de Dios; no
entendieron que tenían que seguirlo y fracasaron en ser un pueblo para la
posesión de Dios.
Los miembros de la
iglesia del Señor han sido llamados fuera
del mundo para escuchar, recordar, y obedecer la voluntad del Padre y realizar
su obra hasta que Cristo venga. Un texto clásico que nos recuerda nuestro llamado y el carácter cristiano que
debemos desarrollar es Tito 2:11-14.
Pablo nos recuerda la gracia de Dios que nos salvó (11) pero que nos
continúa enseñando (12), primero en
términos de lo que debemos remover de
nuestras vidas, es decir, la impiedad,
la conducta externa que traiciona a Dios (1
Cor. 10:31), y los deseos mundanales,
los impulsos internos de los que deriva la conducta (1 Jn. 2:15). Segundo, la gracia de Dios nos enseña acerca de lo que
debemos restaurar en nuestras vidas,
es decir, que debemos vivir sensiblemente
con respecto a nosotros mismos (Col.
3:5-10), justamente con
referencia los demás (3:11-14), y piadosamente con relación a Dios el
Padre (3:15-17).
Pablo continúa
diciendo que la gracia de Dios nos separa
del resto del mundo para que seamos un pueblo especial para Dios (13-14), un pueblo que viva en la
esperanza gloriosa del regreso del Señor, un pueblo que ha sido redimido de
cada obra impía, un pueblo para su propia posesión, y un pueblo que es celoso
de las buenas obras.
El deseo de Dios es
que seamos un pueblo que le pertenezca a Él y solamente a Él. Él sabe quiénes
somos y lo que hemos hecho. Al redimirnos de la ignorancia, de la idolatría, de
la inmoralidad, la indiferencia y la inconsistencia, Él nos llamó por medio del
evangelio para ser suyos, y lo seremos si lo elegimos, lo amamos y lo
obedecemos. Israel fracasó porque no entendieron lo que Dios quería que fueran
y llegaran a ser. ¡Nosotros no debemos
fallarle de esa manera!
NUESTRO DESAFÍO
“… sino
que las hagas saber a tus hijos y a tus nietos” (4:9c). Casi cuarenta años habían pasado desde que los Israelitas
habían abandonado la esclavitud en Egipto, cuarenta años de vagar por el
desierto porque no confiaban en Dios, dirigiéndose a la muerte de todos los
adultos con dos excepciones. Ahora Moisés apela a la segunda generación antes
de que entren a la Tierra Prometida para recordarles las cosas que ellos han
visto y oído acerca de Dios, y para que triunfaran en lo que sus padres habían
fracasado, preservando en sus corazones
una verdadera relación con Dios. Sólo cuando esta relación está atesorada en
sus corazones ellos pueden pasarla a sus hijos y a sus nietos, por su bien, por su supervivencia y para su justicia
(Deut. 6:24-25).
Este es el desafío
que espera a cada generación del pueblo de Dios. Pablo da el mismo énfasis a
los romanos y con nosotros cuando él escribe, “Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del
pecado, os hicisteis obedientes
de corazón a aquella forma de enseñanza a la que fuisteis entregados; y
habiendo sido libertados del pecado, os habéis hecho siervos de la justicia” (6:17-18). La obediencia genuina fluye
desde el corazón de padres y abuelos hacia los hijos y los nietos en la forma
de instrucción e inspiración, también para nuestro
bien, nuestra justicia, y para la supervivencia de la iglesia del Señor.
En respuesta a las
falsas filosofías mencionadas anteriormente, nosotros debemos aceptar el
desafío del relativismo manteniéndonos firmes en las Escrituras como nuestro estándar absoluto en todo lo que creemos y practicamos. Aceptamos
el desafío del Pluralismo recordando que el cristianismo nació en un tiempo de
pluralismo, pero que la iglesia primitiva rehusó
admitir todos los puntos de vista como igualmente buenos, y nosotros tampoco lo haremos. Aceptamos el desafío del
Emocionalismo cuando practicamos el balance apropiado de la adoración en espíritu y en verdad (Jn. 4:24) y hablando la verdad en amor (Ef. 4:15). Aceptamos el desafío del Individualismo, desarrollando
la mente de Cristo (Filp. 2:5), recordando siempre que, ¡no
se trata de nosotros, se trata de Él!
CONCLUSIÓN
En una cultura de
cambio Dios nos llama por medio de Cristo a una vida de fe y de fidelidad, de
humildad y santidad, de obediencia y optimismo, de bondad y piedad. La memorable apelación de
Moisés, “Oye Israel” ciertamente puede preservar a un pueblo en santidad
cuando revisamos cómo Dios ha tratado
con nuestro pasado, cuando renovamos
nuestra lealtad hacia Su voluntad, cuando recordamos
las consecuencias de nuestras elecciones, y cuando nos percatamos de nuestro lugar en la iglesia en cuanto a cómo
realizamos Su obra. ῼ
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